El olivo fue el primer árbol frutal domesticado por el ser humano, varios milenios antes que el almendro y el pistacho. Así lo confirma la evidencia arqueológica más antigua disponible, que sitúa su cultivo intencional hace aproximadamente 7.000 años en el valle del Jordán, en Oriente Medio, marcando un punto de inflexión en la historia agrícola de la humanidad

Los restos de carbones de madera de olivo hallados en el yacimiento calcolítico de Tel Zaf, en una zona donde esta especie no crecía de forma natural, demuestran que los árboles fueron plantados deliberadamente por comunidades humanas. Se trata de la prueba más antigua conocida de la domesticación de un árbol frutal y refleja una sociedad capaz de planificar a largo plazo, invertir en cultivos leñosos, generar excedentes y articular redes de intercambio en torno a productos de alto valor como el aceite de oliva.

El olivo (Olea europaea) no solo es pionero en términos agrícolas, sino que posee un linaje evolutivo que se remonta millones de años a sus formas silvestres. Su domesticación en el Levante mediterráneo sentó las bases del cultivo arbóreo intensivo y de una nueva relación entre el ser humano y el paisaje. Con el tiempo, fenicios, griegos y romanos difundieron su cultivo por toda la cuenca mediterránea, aprovechando no solo sus frutos, sino especialmente el aceite, un producto estratégico desde el punto de vista alimentario, energético, medicinal, económico y simbólico.

El almendro (Prunus dulcis), aunque también muy antiguo, se incorpora más tarde a esta historia. Originario de regiones montañosas de Asia central, su cultivo se documenta hacia 5.000–4.000 a. C., y su domesticación como almendra dulce se consolida hace algo más de 4.000 años. Aparece en contextos arqueológicos de la Edad del Bronce, con restos hallados en Jordania y en tumbas tan significativas como la de Tutankamón. Su expansión organizada por el Mediterráneo está estrechamente ligada al comercio fenicio, griego y romano, lo que le valió el calificativo de “árbol viajero” y lo integró de forma estable en los paisajes agrícolas tradicionales.

El pistacho (Pistacia vera) comparte con el olivo una gran antigüedad en cuanto a consumo. Su origen se sitúa en Asia Occidental y Asia Menor, con evidencias de aprovechamiento humano desde hace más de 7.000 años en zonas de la actual Irán, Turquía, Turkmenistán o Afganistán. Sin embargo, su domesticación como cultivo sistemático y su expansión organizada son posteriores. Aunque fue conocido y apreciado por pueblos como los persas y más tarde difundido por romanos y, siglos después, por la agricultura islámica, nunca alcanzó en la Antigüedad el peso productivo ni territorial del olivo, y solo en épocas más recientes ha vivido una expansión agronómica significativa.

Si se comparan las mejores evidencias disponibles, la cronología es clara: primero el olivo, con plantaciones intencionales hace unos 7.000 años; después el almendro, consolidado como frutal cultivado varios milenios más tarde; y finalmente el pistacho, muy antiguo en consumo, pero de sistematización agrícola más gradual y tardía.

Pero esta historia no puede entenderse sin su contexto humano y ambiental. Cuando los primeros olivares empezaban a plantarse en Tel Zaf, la humanidad atravesaba la revolución neolítica. Las comunidades habían abandonado en gran medida el nomadismo y vivían ya en aldeas permanentes, con casas de adobe o piedra, patios, graneros capaces de almacenar enormes excedentes y una organización social cada vez más compleja. El clima del Holoceno temprano era relativamente estable y algo más húmedo, lo que favoreció la expansión de cultivos leñosos en el Creciente Fértil.

Ovejas, cabras, cerdos, bueyes y más tarde asnos formaban parte del sistema productivo, aportando carne, leche, fuerza de trabajo y fertilidad al suelo. El paisaje combinaba campos de trigo y cebada, leguminosas, pastos, huertos y los primeros árboles frutales, en un entorno atravesado por rutas naturales, aves migratorias y una biodiversidad hoy difícil de imaginar.

La alimentación se basaba en cereales y legumbres, complementadas con productos animales y, de forma creciente, con aceite de oliva, aceitunas, higos secos y frutos secos. En este contexto, el olivo supuso una auténtica revolución: su aceite proporcionaba energía concentrada, se conservaba bien, iluminaba hogares, servía como ungüento medicinal y tenía un profundo valor ritual. Más tarde, el almendro y el pistacho enriquecieron la dieta con grasas vegetales estables, proteínas y micronutrientes, además de convertirse en productos ideales para el comercio por su facilidad de transporte y conservación.

En definitiva, olivo, almendro y pistacho no son solo cultivos, sino testigos vivos del momento en que el ser humano aprendió a planificar a largo plazo, transformar el paisaje y construir economías agrícolas complejas. Su historia es también la historia del nacimiento de la civilización mediterránea y del Próximo Oriente, una herencia que, miles de años después, sigue definiendo nuestra alimentación, nuestra cultura y nuestro territorio.