Cuando hablamos de consumo de aceite de oliva, solemos pensar en países productores, hábitos alimentarios o mercados internacionales. Rara vez reparamos en un actor silencioso, constante y global que, sin embargo, tiene un peso sorprendente en el balance mundial: la religión.
Según datos de Naciones Unidas, en el mundo existen en torno a 37 millones de iglesias, 4 millones de mezquitas y unas 20.000 sinagogas. En conjunto, más de 41 millones de templos pertenecientes a las grandes religiones monoteístas —judaísmo, cristianismo e islam—, sin contar los cientos de millones de templos de otras confesiones repartidos por el planeta.
El aceite de oliva ha acompañado a la espiritualidad humana desde hace milenios. No es solo alimento: es luz, símbolo, ritual y consagración. Se utiliza para el mantenimiento de lámparas votivas, ceremonias religiosas, unciones, sacramentos y ritos que se repiten día tras día, año tras año, en todos los continentes.
Si realizamos un ejercicio de cálculo prudente y asumimos que, de media, cada templo consume unos 6 kilogramos de aceite de oliva bendecido al año, el resultado es revelador: la religión consume del orden de 250.000 toneladas anuales de aceite de oliva.
Para poner la cifra en contexto, este volumen situaría a la religión como uno de los grandes “consumidores invisibles” del planeta. De hecho, si se considerase como un país, sería el cuarto mayor consumidor mundial, solo por detrás de España, Italia y Estados Unidos, y por delante de cerca de 195 países. Dicho de otro modo, la religión consume una cantidad de aceite de oliva equivalente a la producción media anual de Grecia, uno de los tres mayores productores del mundo.
Este dato, además de llamativo, invita a una reflexión más amplia: el aceite de oliva no es únicamente un producto agrícola o económico, sino un elemento cultural y espiritual de alcance global, profundamente arraigado en la historia de la humanidad. Su presencia en los rituales religiosos refuerza su carácter simbólico como fuente de luz, pureza y vida, valores compartidos por culturas y credos muy distintos.
En un momento en el que muchas comunidades religiosas reflexionan sobre la sostenibilidad y el impacto ambiental de sus prácticas —como señala el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente en sus iniciativas para hacer los espacios de culto más ecológicos—, el aceite de oliva aparece también como un vínculo natural entre tradición, sostenibilidad y respeto al entorno.
Quizá, a partir de ahora, cuando pensemos en el mercado mundial del aceite de oliva, debamos añadir un nuevo protagonista a la ecuación: la fe. Un consumidor discreto, constante y global, que desde hace siglos mantiene encendida la llama —literal y simbólica— del aceite de oliva en todos los rincones del mundo.
