A Vigo se le conoce como la ciudad olívica, y este, posiblemente, sea el origen de la tradición que asocia el olivo al escudo heráldico de la ciudad.

En el siglo XIV d.C. los monjes de la Orden del Templo de Jerusalén (templarios) tomaron posesión del antiguo templo dedicado a Santa María, y en su atrio plantaron un olivo. Con el tiempo, los templarios desaparecieron de Vigo pero el olivo quedó.

En 1816 el viejo templo es derribado para construir el nuevo, de estilo neoclásico gallego, que puede verse junto al mercado de la Piedra, y el olivo desapareció. Don Manuel Ángel Pereyra recogió un esqueje de aquel árbol, y así este pudo sobrevivir. Sus descendientes lo plantaron en el paseo de Alfonso XII, donde puede verse actualmente.

Pero a uno siempre le quedará la duda de si los templarios trajeron el olivo o lo adoptaron por tener ya este un carácter sagrado para la ciudad.

Acercaos al “paseo de Alfonso”, y bajo sus ramas mirad esos atardeceres luminosos y mágicos, en los cuales el último sol se hunde en el mar tenebroso tras las Cies, desgranando toda una sinfonía de colores y paisajes que parecieran ser pintados por ángeles.

Tal debió de ser la belleza espiritual que los hombres del pasado vieron en Vigo, que la llamaran “Ciudad de la Oliva”. Por esta razón debemos recordar hoy en este mundo sin sueños y sin esperanza que, cuando un pueblo se queda sin tradiciones, se convierte en un pueblo muerto.